OPINION

TRAZAS DE PEDRO PÁRAMO – RUBÉN PÉREZ ANGUIANO

Uno de los personajes más poderosos de la literatura mexicana, Pedro Páramo, no posee descripción física. Eso fue intencional: en alguna entrevista Juan Rulfo confesó que al evitar el retrato de sus criaturas acentúo su condición de ánimas, de seres errantes condenados a revivir sus ingratas existencias, a veces llenas de poder, maldad o del simple sabor de lo cotidiano.

Pero revisemos un poco lo que distingue a este personaje, al menos lo que aparece por aquí y por allá, fragmentado, a lo largo de la novela. Preguntémonos sobre él, sobre cómo es y lo que es. Indaguemos qué trazas tiene, si es que se puede saber, tal y como Abundio le pregunta a Juan Preciado.

El cacique

Podemos comenzar por lo obvio, Pedro Páramo es un cacique, si bien no se le dice así en la novela. Eso quiere decir que posee imperio sobre la tierra y dominio sobre las personas. El destino de decenas y quizás centenares de familias depende de su decisión. El cacique es dueño de la vida y la muerte de sus trabajadores y sirvientes en general, pero también influye en abogados, curas y comerciantes, que sin una dependencia total se mantienen en su órbita de poder.

Es un cacique, cierto, pero uno que debió luchar para reconquistar su mermada herencia. Después la acrecienta de forma despiadada. Para ello adopta métodos ilegales, ajenos al decoro y a la caballerosidad. Fue capaz, por ejemplo, de casarse con una rica heredera, Dolores Preciado, a quien casi no conoce, con tal de anular adeudos y ganar propiedades. A esta heredera ―a quien después le dirá “Doloritas”, con un tono de desprecio― le arrebata sus tierras y después la manda sin recursos al destierro (doble experiencia del despojo), donde deberá criar como puede al hijo de ambos.

Los caciques, según la experiencia nacional, son crueles y caprichosos. Aquí no es la excepción, pero las crueldades y caprichos de este personaje no sólo se expresan en actos: también en omisiones. Hacer y no hacer tienen un mismo fin: el daño, la cruel irrupción en la vida de los demás, muchas veces sin que eso signifique una ganancia inmediata. Por eso, en coherencia con su naturaleza, Pedro Páramo fue capaz de crueldades pequeñas, casi íntimas, lo mismo que grandes, las colectivas, como cuando decide cruzarse de brazos para matar de hambre a Comala.

Este cacique no necesitó estrangular a los seres que le rodearon, fue suficiente con abandonarlos, como se abandona a la esposa o a los hijos o como se deja a una planta sin agua, día tras día, hasta arruinarla. La justificación de tal crueldad es la misma que inspiró otras a lo largo de su vida: el rencor que brotó del desamor.

El hijo

Lucas Páramo, el padre de Pedro, no se ve, pero se siente a lo largo de algunos párrafos, aunque lo decisivo para la historia es su muerte y no su vida. Su hijo, al parecer el único hijo, no muestra mucho afecto hacia él o al menos no lo dice. De hecho, se desliga de sus decisiones, a las que quizás valora como dictadas por un espíritu débil. Por eso dice, seco, que con él no valen los tratos hechos con su padre.

A pesar de esa imagen de relativo desprecio, Pedro decide vengarse por la muerte de Lucas, que nunca queda bien explicada. Puede intuirse aquí un legítimo amor (el hijo tiene derecho a mirar mal al progenitor, pero nadie más) o quizás un frío cálculo, pues dejar las cosas sin venganza se puede interpretar como un rasgo de debilidad y eso resulta inadmisible para un cacique en crecimiento. El caso es que elimina a los que participaron o atestiguaron la muerte de Lucas Páramo, que al parecer ocurrió en una boda. Hasta los que estuvieron por allí de forma casual, sin nada que ver en los hechos fatídicos, son asesinados.

Este hijo que es Pedro Páramo también sabe dar otras sorpresas. Fue un júnior sin valor o eso parece en algún momento, sobre todo para su padre. Según el testimonio del administrador de la hacienda, Fulgor Sedano, don Lucas tenía en poco a su hijo: le confiaba que era “un inútil”, “un flojo de marca” y hasta intentó meterlo al seminario para que gozara de algún sustento en el futuro. Según los dichos del padre, no le serviría ni para bordón cuando llegara la vejez. Un hijo malogrado, en suma.

Pero, como la literatura y la vida lo expresan (allí está el Enrique V de Shakespeare), algunos hijos buenos para nada se vuelven de repente unos verdaderos tigres para el poder. Es como si con la ausencia del padre, que les daba todo, brotara su auténtica personalidad, una personalidad adormecida por años debido a la falta de necesidad. Así sucede con Pedro, sorprendiendo al mismo Fulgor, que esperaba encontrar a un “Pedrito” y se topa con un “Don Pedro” que primero le niega el trato familiar del tuteo y después le ordena hacer cosas duras, incluso desvergonzadas pero necesarias.

Después de su primer encuentro, ese Fulgor de edad madura (casi un viejo para la época), deberá soportar que su nuevo patrón, al que vio de recién nacido, le diga que parece un niño, precisamente por no hacer lo que se le indica. 

El padre

Se supone que Pedro Páramo tuvo muchos hijos y fue desapegado con casi todos. La excepción es Miguel, el de la muerte temprana, al que le toma cierto cariño, quizás porque lo vio crecer y comparte sus defectos. Aquí también la crueldad del padre no es la del “hacer”, sino del “no hacer”: no es el padre dominante y enérgico (hasta con Miguel es permisivo y descuidado), sino el ausente. Su rasgo es el abandono de la descendencia. Las madres malparen a sus hijos en petates y el padre sólo les concede llevarlos a bautizar para después olvidarse de ellos.

Como todo patrón de la época, Pedro Páramo parece multiplicarse en las mujeres que le rodean, es decir, todas las que de una u otra forma dependen de él. Es, en suma, un “patrón gatero”, muy dado a las “chachas”. Bueno, habrá que sincerarse al respecto y recordar que eso no sólo fue afición de patrones pues hasta los más humildes de este país parecen tener el mismo brío, desde aquellos años y hasta la fecha. Por estos rumbos, desde lo rural hasta lo urbano, “gatear” y arrojar hijos al mundo se toma como si fuera chiste o blasón.

Es hacia ese padre ausente y misterioso que se encamina Juan Preciado, el aparente protagonista de la historia. Ese Juan representa la historia de tantos hijos que llegan a lugares olvidados intentando reconocerse en el hombre del que provienen, aunque terminen decepcionados.

Infancia o adolescencia

Uno de los recuerdos de Pedro Páramo es el de la lluvia y el baño (el excusado) que es su refugio, en donde sufre las apuraciones de su madre, que como tantas madres se muestra muy atenta y preocupada a lo que allí hace el niño o quizás el adolescente. Pero el niño o adolescente Pedro no se masturba, solo sueña. Sus imágenes no son eróticas, sino apasionadamente amorosas, casi poéticas.

Si, a veces el amor (o al menos la obsesión por él) viene desde la edad temprana, pero rara vez los recuerdos son recordados de igual forma por sus protagonistas. Para Páramo son sublimes y persistentes, para Susana, la niña de ojos de aguamarina, son sólo algo que quedó por allí, en un pasado que no le emociona y que fue sustituido por un cúmulo de vivencias más importantes y definitivas: las minas, el contacto con lo muerto y sepultado, el dominio incestuoso del padre, el despertar erótico que lleva a la muerte.   

Pedro fue un niño mañoso y listo que hace cuentas a su favor con el dinero de su madre y de su abuela, sobre todo cuando va al mandado. Desde entonces muestra un temperamento mandón y soberbio. Dice por allí: “que se resignen otros”, cuando se le pide resignación frente a las cosas de la vida y el aprendizaje.

También se dice que fue aprendiz de telegrafista, oficio que no parece atraerlo ni marcarlo, aunque se nota cierta economía de palabras en su vida adulta. Es un hombre que no habla mucho y concentra la vida en frases. Sólo se muestra elocuente cuando se refiere a Susana San Juan. Así, cuando muere Miguel, su hijo querido, sólo atinará a decir: “Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano para terminar pronto”. Por lo demás, no parece expresar un gran dolor al respecto y hasta ordena que las plañideras bajen el tono.

En fin, fue un muchacho huidizo hacia las obligaciones familiares de rezo y lamentación. Su misma abuela lo miró como algo raro y le arrojó el vaticinio de una mala vida, aunque en realidad su vida no fue mala en el sentido tradicional del término. Fue una vida hecha a su entera voluntad y capricho. Una vida marcada desde entonces por el desamor, la ambición y la crueldad.

Educación

Más allá de su intrascendente aprendizaje como telegrafista, Pedro Páramo no comparte ningún recuerdo relacionado con su educación. No nos muestra en su memoria alguna historia de párvulos y ni siquiera alguna clase privada en el hogar. Lo más seguro es que no haya estudiado nada, ni siquiera lo elemental, como resultado del desinterés de su familia y de su apatía personal. Fue criado como hijo consentido y sin más perspectiva aparente que heredar algo en su momento para dilapidarlo después. 

De su carencia de educación se burla Toribio Aldrete, el vecino con quien tiene un conflicto de tierras, que lo tacha de ignorante. No parece andar errado, pues Pedro ordena que se acuse a este Aldrete de “usufruto” en lugar de usufructo, lo cual además es errático, pues lo correcto sería “despojo” o algo similar relacionado con la delimitación de tierras.

Pero, en fin, este temperamento mandón, tiránico y amoral no parece necesitar ni extrañar educación alguna. Lo que tiene de ignorante lo tiene de certero en sus propósitos y de peligroso para cumplirlos. Esa disposición al mando y esa ignorancia que le acompaña le permite menospreciar cualquier límite, incluso el que proviene del derecho. No tiene, en efecto, respeto alguno por la ley: “la ley, de ahora en adelante, la vamos a hacer nosotros”.

De forma coherente con esa visión de la legalidad como una extensión de su voluntad, para él la tierra no tiene divisiones, así que no necesita lienzos. Un lienzo es una señal de la propiedad privada, un lindero de lo que es propio y de otros, y eso es inadmisible para un temperamento que intenta abarcar el horizonte para hacerlo suyo.

El amor

Pedro Páramo es un hombre trágico y el origen de su tragedia es amar a una mujer que no lo ama. No es exageración el concepto: es trágico amar y recibir a cambio indiferencia. Por lo menos esa tragedia parece muy válida desde la mirada masculina. Desde la femenina es similar, pero con otros efectos.

La experiencia varonil, transmitida de generación en generación, es que se puede poner el mundo entero a los pies de una mujer que mira hacia otro lado y jamás se logrará de ella el amor sincero. Nada le romperá el hechizo y hasta es posible que, en lugar de amor, o al menos cierta comprensión, se genere en la idolatrada un sentimiento de desprecio.

De la misma forma que los golpes que más cansan y debilitan son los que no se conectan, los esfuerzos del amor que más duelen, aturden y frustran son los que nunca logran despertar la correspondencia. Historias sobran, la de Pedro Páramo es una de ellas.

En contraste con ese amor sin reciprocidad, Pedro será cruel con quienes sí podrían amarlo, como su esposa, que acepta dócilmente los términos impuestos y después padece una sucesión de maltratos. Nada extraño: los frustrados con el amor suelen devolver desamor a quienes les rodean.

Pedro Páramo se alegra con el regreso de Susana y espera con emoción infantil ―él, tan desconfiado y mañoso― alguna respuesta. Hasta ordena el asesinato de su padre, Bartolomé San Juan, el minero desafortunado, con el fin de tenerla sin límites para sí. Pero las palabras de Pedro suenan a soliloquios y nunca logra establecer una comunicación verdadera. De Susana sólo recibe silencio e indiferencia y ella sólo se prodiga hacia su amor perdido, Florencio, al que le guarda una hirviente reverencia entre los sueños y recuerdos.

Susana, en fin, prefiere morir que convivir con Pedro Páramo. Su muerte es desafortunada para Comala, pues el duelo se convierte en fiesta (nada extraño: es como los chistes que se cuentan en los velorios) y el rencoroso cacique se cruzará de brazos en venganza. El dolor lleva al abandono del patrón, que se volverá rígido, anticipando a la piedra, mientras mira el camino por el que se llevan a su amor perdido e irrealizado hacia la sepultura. Seguirá mirando ese camino por el que después llegará su muerte y le dedicará sus últimos pensamientos a la mujer que nunca quiso amarlo. Los habitantes dirán, después, que tenía bien merecido ese sufrir.

Todo villano esconde una tragedia.

El Gatopardo

Donde mayor talento expresa Pedro Páramo es frente a las revueltas sucesivas que llegan a sus dominios, primero los revolucionarios de algún bando que ni ellos conocen bien y después los cristeros. Ambas revueltas son expresadas en bandas entronas, ignorantes, salvajes y mal organizadas.

El cacique opera como lo indicaría la novela El Gatopardo: la justa intervención para que los cambios dejen las cosas igual. Sólo le falta expresar así de claro la frase. Es como si Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Juan Rulfo tuvieran intereses creativos similares (sólo en este eje temático). La publicación de El Gatopardo es de 1958 (aunque se escribió un poco antes) y la de Pedro Páramo es de 1955. Es factible suponer que ambos escritores, contemporáneos en sus creaciones, reaccionaron de forma similar frente al espíritu de la época: los cambios habían dejado las cosas casi como estaban antes y la sucesión de experiencias históricas mantuvo los intereses en juego, los hábitos de poder y hasta a las mismas familias dominantes.

Por lo demás, es interesante cierto paralelismo entre ambos escritores: serán reconocidos por dos creaciones, una novela y un conjunto de relatos. Además, las novelas parecen experimentar un final metafórico parecido: Pedro Páramo se derrumba como un montón de piedras y, en El Gatopardo, el símbolo del pasado, el emblema de la familia se apacigua, casi como una sedimentación, “en un montoncito de polvo lívido”. Como un dato adicional, la primera película de Pedro Páramo se presentará en 1967, dirigida por Carlos Velo y la de El Gatopardo, dirigida por Luchino Visconti, en 1963, ambas producciones nacionales (México e Italia) pero con actores norteamericanos como los protagonistas: John Gavin y Burt Lancaster.

La capacidad de influir en los acontecimientos es más clara en el caso de Pedro Páramo. Hace como que no le importa el asesinato de su incondicional, Fulgor Sedano, para reunirse con los revoltosos, a los cuales ofrece dinero y hombres armados. Así, infiltra a un operador, El Tilcuate, que es también su pistolero de confianza. De esa forma no sólo ejerce control: también anuncia a otros revolucionarios que la plaza está ocupada.

Por su parte, el príncipe de Salina, don Fabrizio Corbera, eje de El Gatopardo, da la impresión de ser un noble que busca condescender con lo que ocurre a su alrededor. El lado activo de la obra radica en su sobrino, Tancredi Falconeri, quien será el autor de la famosa frase: “si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.  

Pedro Páramo seguirá ejerciendo control con la banda de Damasio, El Tilcuate. Le recomendará, incluso, que se ponga del lado del gobierno, revelando su naturaleza pragmática: “hay que estar con el que vaya ganando”. El Tilcuate tomará sus propias decisiones, pero seguirá atento a servir a su jefe de siempre. Según se ve, los años transcurridos (desde la Revolución hasta la Cristiada) no le quitarán a Pedro Páramo su naturaleza despiadada y en algún momento orientará a sus antiguos trabajadores, convertidos en sublevados, hacia la población de Contla, para que la despojen a su gusto. La maldad y la capacidad para las maquinaciones siguen, pero el cacique es ya como un tronco duro que comienza a desgajarse por dentro.

La apariencia física

Se dijo al principio que no poseemos la imagen de Pedro Páramo, pero tenemos algunos indicios.

Primero, suponemos que debió ser bien parecido, pues Dolores Preciado, cuando conoce sus intenciones de boda se pone muy alegre y hasta le parece extraño que se fije en ella. Añade: “Abundan tantas muchachas bonitas en Comala. ¿Qué dirán ellas cuando lo sepan?”. Además, Eduviges Dyada, personaje importante en la primera parte de la historia, confiesa que también le gustaba Pedro Páramo y por eso se acostó con él “con gusto, con ganas”.

Segundo, parece de tez blanca, como los criollos de pueblo, o al menos eso lo deja ver su abogado, Gerardo Trujillo, al consolar a las embarazadas por Miguel, diciéndoles que al menos tendrán un hijo “güerito”. Si Miguel era “güerito” podemos suponer que su padre lo era también. Eso de la tez no es casual, pues con la lectura podemos suponer que Dolores Preciado era muy morena, por lo menos más morena que Eduviges, a quien convence que la sustituya en su primera noche de bodas.

Por último, también sabemos que posee un “cuerpo enorme”, o por lo menos grande para la medida de la época y desde la mirada de Damiana, que lo ve columpiándose sobre la ventana de la chacha Margarita.

El hijo ausente

La crueldad de Pedro Páramo se confirma en ese hijo, que terminará como el protagonista de la historia: Juan Preciado. Este protagonista es como un antiguo guerrero de la edad heroica (pero desarmado) que emprende un viaje a los infiernos y es también el dueño de un triste destino, un ser marginal que a pesar de ser hijo legítimo (su madre es la única casada con el cacique) es tratado como un bastardo (en la tradición machista mexicana). Ni siquiera posee el apellido de su padre, ya no digamos sus bienes o la expectativa de heredarlos.

Padre e hijo nunca se conocerán, ni siquiera como ánimas, pero la historia de ambos se entrelaza en la tragedia. Uno vive con poder y riqueza, pero sin alegría, mientras que el otro teje esperanzas desde la marginalidad y la pobreza (recordemos que creció “arrimado” con una tía en Colima y después enfrentó una historia sin los recursos familiares, sean del padre o de la madre). No es casual que emprenda el viaje a Comala a pie, no a caballo.

Juan Preciado parece narrar su viaje a Comala cuando ya está muerto, atrapado en una tumba con otro triste personaje, Dorotea “La Cuarraca” ― ¿Es Dorotea o Doroteo?… Bueno, da lo mismo―, pero también es posible que narre su historia en vida hasta que llega la muerte y todo reinicie, como si su destino fuera revivir una y otra vez su descenso a la tumba.

Para Rulfo, al parecer, una cosa era el alma que se escapaba de los cuerpos, otra las ánimas que deambulaban por allí y otra los cuerpos muertos que se quedan en su tumba, donde se dedican a dejar pasar el tiempo y escuchar lo que dicen los otros muertos, los más viejos, cuando les llega la humedad. Una de las voces que escuchan y que despiertan la curiosidad de la extraña pareja enterrada ―Juan Preciado y La Cuarraca― es la de Susana San Juan.

La condición de Juan Preciado, el hijo ausente, es aterradora: si jamás hubiera buscado a su padre (por exigencia de su madre moribunda) quizás seguiría vivo por allí, en Sayula, viendo el vuelo de las palomas y escuchando los gritos de los niños. Lo enviaron a buscar a un padre muerto en un pueblo muerto donde terminará enterrado con alguien muy poco recomendable y a quien no conoció en vida. El escritor, casi tanto como Pedro Páramo, fue despiadado con este personaje que sólo tendrá al final un pequeño consuelo: una compañía en la tumba con quien podrá platicar los años bajo tierra por delante.

Vejez y muerte

Este viejo, según los de Comala, “no se andaba con cosas”. La sabiduría popular dice que se es o no se es y Pedro Páramo sigue fiel a su personalidad hasta el final. Por ejemplo, su crueldad no amaina aún cuando siente cercana la muerte. A ciertos habitantes de Comala les promete tierras para cuando muera, pero el viejo sigue vivo y no da señal alguna de cumplir con lo dicho, hasta que todos los que quedan esperando son los que se mueren o se van.

Para cuando ocurre su muerte ya hay poco por hacer y con el cacique se apagan las últimas luces del pueblo. Pedro Páramo, al parecer, muere años antes de que Juan Preciado emprenda el camino a Comala, pero su ánima no ronda por el pueblo, quizás es demasiado orgulloso como para compartir la muerte con los mismos de siempre. Es por ello que ni siquiera en la muerte lo conocerá Juan Preciado, que solo alcanzará a escuchar parte de la historia de Susana. No es un ánima, entonces, pero es un rencor vivo. Otro personaje, tan trágico como tantos, dirá de él: “es la pura maldad”.

Se dice que morirá a manos de uno de sus hijos, el arriero llamado Abundio, a quien ni siquiera reconoce al mirarlo. Bueno, quizás no era su hijo. Sólo tenemos el dicho del propio Abundio, aunque lo expresa con rencor cuando ya es un ánima, mientras camina con Juan Preciado (que quizás también ya lo sea).

Es una muerte la de Pedro Páramo un tanto absurda, a manos de un borracho rencoroso que quizás sea también su hijo. Al final se derrumbará como si su nombre fuera una premonición: Pedro que es piedra. Un Pedro multiplicado en los que vivieron y murieron en su nombre, un montón de piedras de donde parecen brotar todas las ánimas de Comala.

Rubén Pérez Anguiano

Colima, a unos pasos del arroyo de Santa Gertrudis,